06 agosto 2010

De paseo una tarde cualquiera

—¿Vamos a salir?

—¡Síiii! Vamos, vamos…

—Acompáñame a la panadería.

—¡A salir!

Él ya está listo, como siempre, sólo le falta ponerse los “pajatos”. Yo busco el típico atuendo para andar por allí con Pablo: franela gris, jeans azules, Converse uva. Nos alistamos, salimos. “¡Carro, carro, carro blanco, carro azul! ¡Moto! ¡Mira moto, mamá! ¡Árboool, árboool! ¡Hoja!”, grita. Creo que mirar vehículos en movimiento y estar en contacto con la naturaleza son dos de las cosas que más lo emocionan.

Vamos a cambiar una película en el “club” de la esquina. La pequeña criatura “organiza” los estuches y elige uno con algo en la portada que no me convence. “¡Pablito! ¿Cómo estás?”, lo saluda el señor del quiosco; también se le acerca uno de los taxistas de la línea, quien resultó ser actor y lo invita a su obra infantil este fin de semana en Escena 8.

Seguimos a la farmacia. Yo busco crema dental, toallitas, curitas; él quiere que llevemos la colonia de Mickey y unas compotas. “Hola Pablito”, lo saluda el muchacho que atiende. Voy a pagar, veo que el pequeño ya está del otro lado del mostrador conversando con su amigo. “Nos vamos Pablo”, le digo y se viene corriendo con una chupeta que le regalaron.

La próxima parada es la panadería. El terremoto me suelta la mano y corre entre estantes, botellones de agua, refrescos de dos litros, anaqueles de chucherías y cajas con los productos que están llegando; para él es tan divertido como ir al parque. Tomo lo que necesito y voy a la caja, no lo encuentro. ¡Pablooo! “Aquí está”, me responde uno de los panaderos. Alzo la vista: la criatura está en el lado de los dulces, pero en la partede adentro hablando con todos, como siempre. “Gracias”, le dice a uno de sus amigos y corre hacia mí con una galleta en la mano.

Vamos de regreso a casa. “¡Pablito!”, se escucha otra vez; ahora se trata de un grupo de vecinas. Él, siempre muy educado, saluda a cada una, mientras ellas le piropean la ropa, los zapaticos, la carita de muñeco y, por supuesto, el pelero. Sigue pisando hojas secas, ladrando con los perros, corriendo detrás de las camionetas y haciendo “salta-salta” como un conejo loco.


Al fin llegamos a nuestra calle. “Hola señor”, dice al vigilante, luego ve la casa, “llegamos mamá”. Entramos. Yo voy con mi pesado par de bolsas, cansada, despeinada y con los lentes torcidos por la corredera; él, tranquilito con su chupeta. Es hora de subir las escaleras: “cargadito mamá”, me extiende los brazos. ¿Cómo no complacerlo?
...

La imagen es Madre e hijo de Louis Toffoli, pintor que dedicó buena parte de su obra a la observación de la gente y su cotidianidad

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