“El exceso de sueño dura todo el primer trimestre del embarazo”. Con esta frase me consolaba al principio, pues todos, todos coincidían, desde médico y libros hasta mamá, abuela y amigas. Sin embargo, como que todos se equivocaron porque el tiempo va pasando y mis ataques de sueño se mantienen como si estuviese en el primer mes.
Sí, hay días que son llevaderos y puedo manejarlo, pero hay otros en los que prácticamente quedo paralizada frente al monitor, incapaz de teclear, hacer una llamada o, peor aún, pensar. Lo único que pasa en esos momentos es la imagen de mi súper cama –que además es comodísima- y yo en ella soñando entre sábanas y almohadas. La hora fija para el “ataque” es la tardecita.
Una de las desventajas –aunque también es una ventaja- de trabajar en casa es que uno se vuelve sinvergüenza; no hay jefe ni compañeros de trabajo con los que te dé pena, y apenas llega la somnolencia puedes tomar la posición horizontal, sin remordimientos. En estos días de nubes y lluvias fuertes mi fuerza de voluntad terminó de desaparecer y si antes medio intentaba aguantar un poquito más despierta, ya no hay resistencia de mi parte.
Ciertamente esta situación es demasiado sabrosa, especialmente para alguien que disfruta tanto el dormir placenteramente, pero también tiene su lado medio malo. Si estoy en la calle y me llega “la hora” es duro aguantar, pero lo hago estoicamente, y si estoy en alguna reunión de trabajo, da un poco de vergüenza hablar con los demás en medio de bostezos.
Lo mejor de todo es que la somnolencia no limita mi sueño en las noches y ni los movimientos de Pablo en plena madrugada, ni los 800 despertadores de José Juan y su variedad de alarmas han podido con él. Bueno, sólo queda disfrutarlo mientras dure porque una vez que el pequeño esté entre nosotros la historia será otra.
Sí, hay días que son llevaderos y puedo manejarlo, pero hay otros en los que prácticamente quedo paralizada frente al monitor, incapaz de teclear, hacer una llamada o, peor aún, pensar. Lo único que pasa en esos momentos es la imagen de mi súper cama –que además es comodísima- y yo en ella soñando entre sábanas y almohadas. La hora fija para el “ataque” es la tardecita.
Una de las desventajas –aunque también es una ventaja- de trabajar en casa es que uno se vuelve sinvergüenza; no hay jefe ni compañeros de trabajo con los que te dé pena, y apenas llega la somnolencia puedes tomar la posición horizontal, sin remordimientos. En estos días de nubes y lluvias fuertes mi fuerza de voluntad terminó de desaparecer y si antes medio intentaba aguantar un poquito más despierta, ya no hay resistencia de mi parte.
Ciertamente esta situación es demasiado sabrosa, especialmente para alguien que disfruta tanto el dormir placenteramente, pero también tiene su lado medio malo. Si estoy en la calle y me llega “la hora” es duro aguantar, pero lo hago estoicamente, y si estoy en alguna reunión de trabajo, da un poco de vergüenza hablar con los demás en medio de bostezos.
Lo mejor de todo es que la somnolencia no limita mi sueño en las noches y ni los movimientos de Pablo en plena madrugada, ni los 800 despertadores de José Juan y su variedad de alarmas han podido con él. Bueno, sólo queda disfrutarlo mientras dure porque una vez que el pequeño esté entre nosotros la historia será otra.
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Imagen: El sueño, Pablo Picasso.
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