Violín, por Pablo Sanguinetti |
Domingo
en la tarde, el niño sale de casa vestido de Hombre araña y despeinado. Al
llegar al supermercado suelta la mano de papá y comienza a descubrir los
secretos infinitos que esconden pasillos y anaqueles. Papá lo trae de vuelta.
El
pequeño se adueña entonces del carrito de metal, suerte de piloto en una
carrera de obstáculos. En la ruta se encuentra a tres hermanitos: los dos
mayores empujan el carrito en el que va el menor, vestido de tigre; uno de los
grandes lleva una flauta. El niño se une a ellos, les habla, lo miran con
extrañeza, se ríen, juegan, hasta que papá lo encuentra, al fin. Le toma la
mano, “quédate tranquilo”, y juntos se van al área de carnicería.
―¡Hola
señor “Pizzat”! ―dice el niño al hombre que está a su derecha. Debe tener unos
70 años.
―Hola
niño ―responde el señor. Su bigote sonríe. ―¿Te gustan los cuentos?
―Sí.
―Los
cuentos y la música son muy importantes para los niños ―dice, mirando al papá. ―Te
voy a contar el cuento de unas hormigas ―el pequeño muestra sus dientes
diminutos y su cuerpo se estremece de la emoción.
El
viejo empieza a narrar y, cuando la historia avanza, las palabras se convierten
en canciones; el niño lo acompaña con su guitarra invisible. El viejo se anima
más y comienza un baile improvisado; el niño lo sigue. Empleados del supermercado
y compradores curiosos se acercan a mirar la singular danza ―celta, quizás―. Llegan los tres hermanitos; el de la flauta los rodea entonando una melodía.
El
viejo termina su canción, el niño dice que ahora él le va a cantar. Más gente viene
a ver a la pareja de artistas. El niño termina de cantar, el viejo hace una
reverencia, el público aplaude. El viejo y el niño se dan la mano.
―Adiós,
señor Pizzat.
―Adiós,
Pablo. Que Dios te cuide.
PD: En las líneas anteriores no hay ficción